Desde que llegamos a este mundo, incluso antes de nacer, comenzamos a absorber información. No solo aprendemos con palabras, también lo hacemos con gestos, silencios, emociones y energías sutiles que nos rodean. En la infancia, mientras nuestra mente está en pleno desarrollo, creamos una estructura interna que busca protegernos y ayudarnos a sobrevivir. Esa estructura es el sistema de creencias.
Muchas de esas creencias no nacieron de una elección consciente, sino que fueron heredadas o aprendidas: de mamá, de papá, de la abuela que cuidaba, de lo que no se hablaba en casa, de lo que se repitió una y otra vez como si fuera verdad absoluta. Algunas incluso se implantaron desde la concepción, durante la gestación o en el mismo momento del parto, cuando aún no teníamos palabras, pero ya sentíamos.
Estos patrones, muchas veces inconscientes, se convierten en lentes con los que miramos el mundo. Y así crecemos: creyendo que no somos suficientes, que tenemos que esforzarnos para merecer amor, que el dinero cuesta, que mostrar quién somos es peligroso, o que debemos complacer para pertenecer.
Pero… ¿y si hoy nos atreviéramos a cuestionar esos lentes? ¿Y si el amor, la libertad, la abundancia y la expresión auténtica no fueran premios por portarnos bien, sino nuestra naturaleza original?
Revisar nuestras creencias no es solo un acto de conciencia, es un acto de amor propio. Y sí, aunque muchas de ellas nacieron en el pasado, tenemos el poder de reescribirlas en el presente.
Siempre es posible reprogramarnos para volver al origen, al amor que realmente somos.